La pobreza es el opio de los pueblos

El Estado

La pobreza es el opio, sí, pero tú puedes decidir ser inmune a sus efectos. El primer paso es reconocer las cadenas para poder romperlas.

Por Johnny Erasmo.-Hay verdades que queman, que nos obligan a mirarnos en un espejo que preferiríamos ignorar. Hoy quiero compartir contigo dos de ellas, dos sentencias que deben retumbar en tu mente hasta que decidas actuar. La primera es esta: la pobreza es el opio de los pueblos.

¿Qué es un opio? Es una droga que adormece, que calma el dolor de una herida sin curarla. Te sumerge en una niebla donde la cruda realidad se difumina y la ambición se apaga. Así funciona la pobreza. No es solo la falta de dinero en el bolsillo; es un veneno para el alma. Te obliga a vivir en un estado de emergencia perpetuo, donde toda tu energía se consume en la pregunta: "¿Qué comeremos mañana?".

Ese es el efecto del opio. Anestesia tus sueños. Te hace creer que tu destino es sobrevivir, no prosperar. Te convence de que la mediocridad es seguridad y que aspirar a más es una arrogancia peligrosa. Mientras estás bajo su influjo, dejas de cuestionar, de exigir, de luchar por un futuro diferente. Aceptas las migajas porque la lucha por el pan entero parece una batalla perdida. Un pueblo adormecido por la necesidad es un pueblo dócil, un pueblo que no se levanta.

Pero esta anestesia colectiva no es un accidente del destino. Es el síntoma de una enfermedad social profunda, el resultado de sistemas que fallan, de oportunidades que se niegan y de una mentalidad que se rinde. Y aquí es donde debemos pronunciar la segunda verdad, la que nos concierne a todos como nación:

Un país que no sea capaz de erradicar la pobreza se merece vivir un siglo de humillación.

Esta no es una maldición, es una consecuencia. La humillación de una nación no son solo las críticas de otros países. La verdadera humillación se vive a diario. Se ve en la mirada de una madre que no puede alimentar a sus hijos. Se siente en el talento desperdiciado de jóvenes que abandonan sus estudios para trabajar. Se manifiesta en la fuga de sus mejores mentes, que buscan en otras tierras las oportunidades que la suya les negó.

La humillación es la mano extendida pidiendo préstamos para resolver problemas que nosotros mismos deberíamos ser capaces de solucionar. Es la violencia que nace de la desesperanza. Es la vergüenza de tener una tierra rica habitada por gente pobre. Es ser una voz que no pesa, una bandera que no inspira, una promesa rota para las generaciones futuras.

Esto no es una crítica es un llamado a despertar de ese letargo. La pobreza es el opio, sí, pero tú puedes decidir ser inmune a sus efectos. El primer paso es reconocer las cadenas para poder romperlas. La transformación personal que buscas no es un acto egoísta; es el primer golpe de martillo contra los cimientos de esa humillación colectiva.

Porque un país no es más que la suma de sus ciudadanos. Y cuando sus ciudadanos deciden despertar, dejar de ser víctimas y convertirse en arquitectos de su propio destino, comienzan a escribir el fin de esa sentencia. La tarea es tuya. Es nuestra. O despertamos de la anestesia y construimos la grandeza, o aceptamos el opio y nos condenamos a la irrelevancia. La elección es ahora.

El abandono, el hambre y sacrificio fue el combustible que tenemos que usar como punto de partida de una gran transformación. Cuando quienes prometieron sostenernos desaparecen, descubrimos una fuerza oculta que jamás imaginamos tener. El fracaso no es la ausencia de alguien; es la oportunidad de demostrar que podemos levantarnos aun cuando nos dejan en el suelo. O seremos humillados para siempre.

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