Anthony Ríos: un recorrido por el alma de un poeta

El Estado

Anthony, flechado y abandonado, le rogaba: si usted supiera, señora, las veces que he sido suyo, que aún vive en mis sueños. Pero ella, tajante, le respondió que él era el señor del pasado.


Por Johnny Erasmo.-Siempre quise ser amigo de Anthony Ríos. Era un anhelo difícil, porque nuestros mundos operaban en horarios opuestos: mientras yo cumplía con mi vida diurna, la suya era nocturna; cuando yo trabajaba, él soñaba.

Un día me dijo que era un hombre libre, y al conocer la inmensidad de su proliferación literaria y sanguínea, entendí por qué. Comprendí que iba por el mundo buscando la vida y buscando el amor, aunque a veces eso lo llevara a caminar por la oscuridad, quizás por el poco amor que recibía en ciertos momentos.


Fue en uno de esos instantes cuando llamó a un viejo amigo, no para buscar consuelo, sino para confesarle que lo que realmente quería era odiar. Pero enseguida recapacitaba, admitiendo que hoy no es ayer y que ya no le faltaba su existencia. En realidad, todo parecía una fatalidad. Estaba cansado de tanto amor y desamor, estresado, y prefería desahogarse bailando un merengue con alguna mujer primorosa.


Y después de bailar con aquella mujer que inspiró tantas canciones, pero que quizás solo estaba destinada a ser la compañía de una noche, Anthony le advertía: si un día te sientes sola, no te tires al mar; ven a mi puerto y te llenaré con mi aliento. Y así, le seguía cantando a esa mujer, diciéndole que estás donde no estás, pero que siempre habitas cada instante de su vida, como una ilusión que se niega a perderse.


Una noche, le llegó la noticia de que la mujer de sus encantos se casaría con otro. Ese golpe casi lo enloqueció. Entonces, le cantó todo lo que te espera si te unes a un hombre que no quieres, sólo por el título de estar casada, sabiendo que en tu cielo no habrá un sol que ilumine las noches de tu alma. Esa mujer despertó sus más íntimos deseos, y en sus imaginaciones, le confesó que su cuarto se quedaba lleno de ella al despedirse. Olvidó que todo hombre debe ser discreto, pues su cuerpo vivía y moría por ella, repitiendo ese instante una y otra vez.


No hubo forma de que esa mujer entrara en razón. Fue entonces cuando, entre el dolor y la rabia, la amenazó: te vas a quedar sola. Por vacía y superficial, te vas a quedar sola. Tras la tormenta, Anthony se dio cuenta de que estaba viviendo un absurdo otoño. La extrañaba en la noche, lo perseguía la memoria de sus besos, pero no podía admitir que estaba celoso.


Decidió seguir el consejo popular que dice que un clavo saca a otro clavo, y clavó todos los clavos posibles. Pero el clavo original no salió; en su lugar, quedaron docenas de cicatrices que por nada del mundo podrían borrarse. Fue entonces cuando un nuevo y largo clavo penetró su corazón. Pero esta nueva mujer se quejaba de la distancia, la cruel distancia que los separaba, y decidió darle fin a ese amor.

Anthony, flechado y abandonado, le rogaba: si usted supiera, señora, las veces que he sido suyo, que aún vive en mis sueños. Pero ella, tajante, le respondió que él era el señor del pasado.


Él no pudo aceptarlo. En el centro de su alma quedó una mancha casi de su tamaño, la mancha de una pasión inolvidable. El resultado fue el siguiente: después de que ese último clavo se insertara en lo más profundo de su ser, prefirió hacer una evaluación entre ambas mujeres que se apoderaron de su cuerpo y alma. En una canción, las enfrentó: ella es, tú fuiste, quizás para saber cuál de las dos había dejado la cicatriz más grande. Mientras una fue la paz que buscaba, la otra fue la incertidumbre de un despertar brusco.


Finalmente, sacó su gran conclusión, una que resume toda su obra: en el amor hay de todo. Hay llanto, alegría, dolor y pasión. Pero lo verdaderamente importante es lo que podemos dar y lo que logramos recibir.

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